viernes, 6 de febrero de 2015

'Todo lo que hay' de James Salter



Para ser escrita por un hombre blanco hetero (muy macho) de casi 90 años, 'Todo lo que hay' no está nada mal. Lo más curioso es que esta novela de James Salter me gusta a pesar de sus defectos, a pesar de mis fobias, a pesar de todo. Me cuesta encontrar otra razón para justificar mi gusto por este libro que no sea la de que “está bien escrito”. Esto es algo raro en mí, ya que lo que a mí me suele interesar de la literatura son los personajes, personajes multidimensionales, complejos e incluso contradictorios. Y de este tipo de personajes no hay ni rastro en 'Todo lo que hay'. Todos son terriblemente planos e insulsos. Especialmente las mujeres; todas ellas son cuerpos de Diosas de una belleza perfecta que sirven como excusa para describir la gran potencia sexual del protagonista. Evidentemente esto para mí es (como mínimo) exasperante pero, lo dicho, a pesar de todo, el libro me ha gustado. 

En una conversación entre el protagonista y su amigo (ambos editores), éste comenta que no le gustan los libros que describen directamente a los personajes, que prefiere que los personajes sean descritos a través de los diálogos que tienen, de las palabras que dicen y cómo las dicen. Supongo que ésta es la idea que hay de fondo, porque los personajes hablan mucho. Hablan mucho, pero básicamente de nada, aunque en unas pocas ocasiones hablan de libros y entonces es magnífico. Aunque, de hecho, incluso cuando hablan de nada, las conversaciones son reales, vivas, veraces. Es la prosa lo que salva y eleva esta novela. A Salter no le interesa crear personajes profundos ni narrar una trama interesante, sino desplegar un estilo impresionista, con pinceladas vigorosas, coloristas y evocadoras de sensaciones subjetivas e identificables. 

Quizás deba anotar ahora de qué va el libro, por más que dude que valga la pena. La historia empieza en un barco de la marina en el Pacífico durante la segunda guerra mundial y después se traslada al mundillo editorial, un mundillo privilegiado lleno de fiestas y cenas selectas y líos de faldas. Suena bastante anodino, ¿verdad? Pero mientras tanto la vida va pasando y el protagonista se va haciendo mayor, buscando un lugar (o una persona) que pueda llamar hogar, sin nunca acabar de conseguirlo. Aún así, tampoco da mucha pena porque es un tipo bastante egoísta y a veces incluso directamente rastrero. Pero, afortunadamente, la novela en realidad es una novela bastante coral: nos va contando las vidas (con sus buenos y malos momentos) de los personajes que se cruzan con el protagonista, unas vidas presentadas de una forma sucinta pero vívida, de una forma que en ocasiones me ha recordado un poco a los relatos de John Cheever. 

No hay duda que James Salter es un estilista y a mí los estilistas (en el sentido de escritores los cuales por lo que más/único que se preocupan es el estilo), con suerte, me suelen dejar fría, cuando no me irritan. Pero Salter lo es sin dejarse llevar por las florituras; él es poéticamente conciso. Y (paradójicamente o no) gracias a su estilo (que no deja de ser un lenguaje que antes que nada llama la atención sobre sí mismo) consigue insuflar vida a lo que escribe. Sus conversaciones son realistas y casi tangibles, los momentos que relata pueden ser banales pero también auténticos, y las sensaciones que describe son reconocibles y abrumadoramente corpóreas.