jueves, 29 de abril de 2010

'El hombre del traje gris' de Sloan Wilson



Ambientada en la década de los cincuenta, cuando no se hablaba de las frustraciones sino que se ahogaban en martinis, “El hombre del traje gris” de Sloan Wilson se centra en Tom Rath, un hombre que lleva una vida idéntica a la de miles de hombres de aquella época. Tom Rath vive en Connecticut pero cada mañana coge el tren para ir a trabajar a Nueva York. Tom tiene una mujer preciosa que le espera en casa y tres adorables hijos pequeños, pero esto no parece suficiente; en la pared del comedor hay un desconchado en forma de interrogante y las malas hierbas pueblan el jardín. Tom, pero especialmente su mujer (que por algo se pasa el día en casa) odian el vecindario en el que viven, sólo porque sus vecinos son personas como ellos, gente que desea marcharse de este barrio para ir a uno mejor.

“El hombre del traje gris” hace una radiografía de la vida en los suburbios durante los años 50 del mismo modo que la hizo John Cheever, pero Sloan Wilson no es tan amargo y pesimista, y en lugar de poner émfasis en las insatisfacciones y la frustración, prefiere centrarse en los esfuerzos que hace el protagonista para conseguir un equilibrio que le permita ser moderadamente feliz. No es que a Tom le guste el dinero, pero sí le gusta lo que se puede hacer con él, por ejemplo pagar en el futuro la universidad a sus tres hijos. Pero Tom tampoco se quiere matar trabajando para su familia, sábados, domingos y vacaciones incluidas, y luego no poder estar nunca con ellos. Tom lucha, como tantos otros, para poder equilibrar vida laboral y vida privada. Pero estos no son los dos únicos mundos que intenta armonizar Tom, también intenta reconciliar pasado y presente, y su traumática experiencia como paracaidista en la segunda guerra mundial con su reintroducción en la vida civil.

Se ha acusado muchas veces esta novela de “conformista”, como si este adjetivo tuviera una connotación peyorativa por naturaleza. Tom Wrath a veces es pesimista, casi siempre consciente de sus limitaciones y en ocasiones duda de sus capacidades, pero nunca es un ser pasivo. ¿Qué tiene de malo intentar ser feliz con lo que uno tiene al alcance? Demasiadas veces parece que la literatura debe contar sólo grandes historias de amor, hechos heroicos, vidas rebeldes o cualquier cosa que se salga de la norma, cuando igual de épica puede ser la lucha de un hombre de traje gris que intenta conservar su individualidad en una sociedad que se empeña en anularla, como también lo pueden ser los esfuerzos de un hombre corriente para conservar cierta honestidad y sinceridad (para con los otros pero también consigo mismo) en un entorno hostil. El protagonista desea encontrar lo que los clásicos llamaban “aurea mediocritas”, un término medio que le permita ser feliz, porque sino ¿qué otra opción tiene? ¿Hacerse beatnik y vagabundear por toda Norteamérica? Éste no sería precisamente el estilo de Tom Wrath.

El final de “El hombre del traje gris” puede parecer un final feliz al estilo de las películas de Frank Capra, pero como muchas de las películas de Frank Capra si uno se pone a analizar este supuesto final feliz no puede evitar empezar a ver fisuras. Por ejemplo, al final de “¡Qué bello es vivir!” George Bailey descubre que todo el pueblo se ha volcado para ayudarlo porque lo aprecian y, sí, esto está bien, pero no es lo que quería George Bailey en un principio; él quería viajar, descubrir el mundo y sobre todo no quedarse atrapado en Bedford Falls. De modo parecido, puede dar la sensación que Tom Wrath ha conseguido todo lo que quería, pero no se puede evitar pensar que esto no es suficiente y que, si lo ha conseguido, ha sido más que nada por un golpe de suerte y que, como en las numerosas ocasiones anteriores en las que todo parecía ir viento en popa, las cosas se volverán a torcer en el momento menos pensado. “El hombre del traje gris” es una obra en la que, por más que nunca se miren de frente, los sinsabores de la vida siempre están ahí escondidos, a punto de salir a la superficie en forma de jarrón estampado contra la pared. La novela se termina, pero uno tiene la sensación que la lucha por conseguir el equilibrio de Tom Wrath no se acabará jamás; las dificultades y las pequeñas frustraciones durarán toda la vida. Se podría decir que la lectura de John Cheever deja un sabor amargo, mientras que la de Sloan Wilson deja una sensación agridulce.


miércoles, 28 de abril de 2010

'La mujer zurda' de Peter Handke


Leyendo ‘La mujer zurda’ de Peter Handke he tenido las mismas sensaciones que puedo tener viendo cierto cine alemán con subtítulos y muy mal rollo de fondo, como esas películas de Michael Haneke tan desconcertantes en las que aparentemente no pasa nada pero, no sabes bien por qué, te hacen sentir incómoda, quizás porque están preñadas de una violencia que parece que va a estallar en cualquier momento. Y es que si un adjetivo es el adecuado para definir ‘La mujer zurda’ sin duda éste es “desconcertante”. Narrada en un estilo muy cinematográfico (posteriormente el mismo Handke adaptó su obra a la gran pantalla), sólo nos enseña lo que se ve, nunca nos habla de las motivaciones y los sentimientos de los personajes. Lo único que se narra son las acciones totalmente cotidianas de una mujer que un buen día le pide a su marido que se vaya de casa, y así ella se queda sola con su hijo, en una casa bungalow apartada de la ciudad y con unos vecinos que son sólo espectros.

Se termina la novela (poco más de 100 páginas) y una realmente no sabe decir exactamente de qué trata. Es el lector quien tiene de poner de su parte para llegar a una respuesta mínimamente satisfactoria. Para mí habla de soledad. La mujer zurda del título (de la que nunca se nos dice el nombre, es simplemente “la mujer”, del mismo modo que su hijo es simplemente “el niño”), harta de depender siempre de un marido, de organizar su vida entorno a un hombre, decide vivir en soledad, porque sólo así podrá ser realmente libre, pero luego descubre que tan duro es vivir en compañía como en soledad, ninguna de las opciones parece realmente satisfactoria, pero aún así ella persiste en su empeño.

Y es que, en ‘La mujer zurda’, incluso cuando los personajes están en compañía están solos. Sus conversaciones no son más que monólogos. La incomunicación se palpa en todas y cada una de las líneas de esta pequeña obra. El padre de la mujer incluso confiesa que si mantiene una relación con una mujer es para que, cuando muera, no tarden demasiado en encontrar su cadáver. Todos los personajes secundarios están solos pero preferirían no estarlo, por eso no entienden que la mujer decida estar sola, incluso diría más, diría que tienen algo de miedo a que alguien se decida a hacer algo así, y es por eso que algunos (principalmente el marido) optan por reírse de ella con cierto aire paternalista, pero aún así ella persiste en su empeño.

Ha sido el primer libro que leo de Peter Handke, pero ya estoy deseando leer más.


domingo, 18 de abril de 2010

'Salomé' de Oscar Wilde


Con ‘Salomé’ he encontrado otra obra de Oscar Wilde que me gusta genuinamente. Ya no es sólo en el ‘De profundis’ que veo verdadera pasión. Quizás sea porque Wilde las escribió sin la presión de tener que ser arrebatadoramente ingenioso y sin la necesidad de gustar y adular a cierto tipo de público. La historia la conocemos todos, pero lo importante es la forma en que es contada, como Wilde lleva a su terreno una anécdota bíblica, la intensidad dramática que le otorga. Es una tragedia con todas las letras, con toda la grandilocuencia de los clásicos, con unos personajes intensos con cuyos deseos extremos es muy fácil empatizar, porque ¿quién no ha sufrido de amor (o lujuria) no correspondida?

Está escrita con un lenguaje magnífico, con unas metáforas e imágenes que se repiten de forma obsesiva y que prácticamente producen un efecto hipnótico en el lector. El estilo impresionista y el tono decadentista ejercen una fascinación de la que uno no puede escapar. Y encima no dejan de haber algunos toques de humor (las discusiones teológicas de los judíos, el tono poético de Herodes confrontado con el tono prosaico de su mujer que le quiere hacer bajar de las nubes). Como en las mejores tragedias. Pero antes que nada, por supuesto, es una obra de pasiones, llena de sensualidad y sexualidad. Es de una intensidad magnífica.


sábado, 10 de abril de 2010

'El gran cuaderno' de Agota Kristof



He terminado ‘El gran cuaderno’ de Agota Kristof y aún no sabría decir si me ha gustado o no. No creo que quiera volver a leerlo nunca y ni siquiera sé si quiero seguir con la trilogía de la que este libro es la primera parte. Es un libro desagradable y a veces parece que es desagradable sólo para ser desagradable. Normalmente no tengo problemas con los libros en los que todos los personajes son tan desagradables que no puedes sentir empatía con ninguno de ellos, pero lo de los gemelos protagonistas es otro nivel. He leído libros “duros” como ‘Si esto es un hombre’ de Primo Levi y su dureza no me molestó, quizás porque detrás había la pura y simple verdad. He leído libros “desagradables” como ‘Crash’ de J.G. Ballard y no me molestó, quizás porque no explotaba un horror colectivo sino simplemente perversiones particulares.


‘El gran cuaderno’ es un libro escrito en primera persona del plural. Está narrado por dos gemelos que, durante la guerra, son dejados por su madre en casa de su abuela, una anciana cruel, sucia y egoísta. Para sobrevivir, los gemelos se entrenarán con una serie de ejercicios que les permitirán endurecerse física y mentalmente. Los capítulos son cortísimos (dos páginas, a lo sumo tres) y las frases también (por lo tanto se lee rapidísimo). Es como un cuento para adultos, que nunca menciona ninguna coordenada espacial o temporal, y que contiene un amplio catálogo de horrores: robos, saqueos, deportaciones, traiciones, asesinatos, violaciones, abusos a menores, malos tratos, palizas, zoofilia, crueldad con los animales, etc. Y yo no puedo evitar preguntarme si realmente la descripción de atrocidades no tendrá un límite que una vez cruzado hace que esta descripción se convierta simplemente en explotación sensacionalista de vísceras.

La abuela es una vieja bruja, pero detrás de su crueldad hay algún sentimiento, aunque simplemente sea la avaricia. En cambio, los gemelos no tienen humanidad ninguna. Son incapaces de ningún sentimiento: ni tristeza, ni ira, ni ambición, y ya no hablemos de empatía. No creo que se muevan sólo por el instinto de supervivencia, porque juegan a ser Dios y son capaces de decidir a quien dejan vivir y a quien matan por cuestiones que a ellos no les van ni les vienen. Muchos personajes los llaman “pequeños cabrones”, pero para mí esto tiene cierto matiz cariñoso que no es acertado, porque en realidad son unos cabronazos. No es que me moleste que los niños sean retratados como malos, porque en el fondo creo que todos los niños son malos por naturaleza, es que realmente me cuesta creerme estos dos personajes, que actúan de una forma tan fría y robotizada.

Pero más que la creación de los dos protagonistas y la explotación gratuita del horror y del dolor, lo que me ha molestado es que todo se cuente con un estilo jocoso, con un humor que de tan negro es de mal gusto. Es por esto que no me acabo de atrever a decir que el libro no me ha gustado, porque la mayor objeción que le pongo es una objeción de orden moral. Me gusta la película ‘American Psycho’. Me río mucho con ella, es decir, me río de un psicópata yuppie que asesina a trocho y mocho. Y no tengo ningún problema moral con ello, quizás porque hace broma con unos individuos concretos y no con una tragedia colectiva. Siempre nos han dicho que la crítica literaria no tiene que tener prejuicios morales, pero ¿no habrá un límite en que la amoralidad, incluso en ficción, será peligrosa? No dejo de pensar que si yo hubiera pasado por unas experiencias parecidas el libro de Agota Kristof me haría hervir la sangre. Quizás soy hipersensible, pero es por esto que es un libro que incluso en mis circunstancias me hace sentir incómoda. El humor no tiene que ser políticamente correcto, nunca se debe dejar de hacer humor por miedo a herir sensibilidades, pero ¿realmente se puede hacer humor de cualquier tema? Poderse se puede, supongo, pero siempre me quedará el derecho de que me parezca rastrero ¿no?


miércoles, 7 de abril de 2010

'La casa de los corazones rotos' de George Bernard Shaw



Aviso que en cuestión de teatro soy más de dramas o tragedias que de comedias (no me pasa lo mismo con las películas o las series de televisión). Y aviso que cuando empiezo una reseña con “aviso” es que el libro en cuestión no me ha acabado de gustar. Al principio, ‘La casa de los corazones rotos’ empieza como una farsa. Y es muy divertida. Y genial. Una serie de personajes insatisfechos, aquejados de spleen en mayor o menor grado, se encuentran en una casa de campo que pertenece a una familia en bancarrota. Es como Chéjov pero en tono de farsa. ¿Y he dicho que es muy divertida? Porque lo es. Los diálogos son rápidos y brillantes, y el humor absurdo e incisivo. Es efervescente, ingenioso, intenso; hasta que ya no lo es. Y es que una vez se han puesto todas las cartas sobre la mesa, una vez todos los personajes han confesado sus verdaderos motivos y sus auténticas frustraciones, la obra se deshincha, pierde interés.

Y encima, luego, Bernard Shaw se empeña en ponerse serio. Los personajes que antes habían sido solamente títeres en un sainete ahora se les pretende dar profundidad y la cosa no funciona. Se vuelven melodramáticos y ridículos. Vale, sí, la vida no tiene sentido y es un asco y esas cosas, pero ¿cómo voy a sentir empatía por ellos si se han pasado media función haciendo el payaso? Imposible. Imposible simpatizar con unas caricaturas. Pero el problema no se termina ahí, el problema es que encima Bernard Shaw intenta convertir la casa de campo de su obra en una metáfora de la Inglaterra de la Primera Guerra Mundial, una Inglaterra a la deriva sin personas que puedan tomar las riendas. Y ciertamente se trata de una metáfora muy indigesta.