miércoles, 7 de abril de 2010

'La casa de los corazones rotos' de George Bernard Shaw



Aviso que en cuestión de teatro soy más de dramas o tragedias que de comedias (no me pasa lo mismo con las películas o las series de televisión). Y aviso que cuando empiezo una reseña con “aviso” es que el libro en cuestión no me ha acabado de gustar. Al principio, ‘La casa de los corazones rotos’ empieza como una farsa. Y es muy divertida. Y genial. Una serie de personajes insatisfechos, aquejados de spleen en mayor o menor grado, se encuentran en una casa de campo que pertenece a una familia en bancarrota. Es como Chéjov pero en tono de farsa. ¿Y he dicho que es muy divertida? Porque lo es. Los diálogos son rápidos y brillantes, y el humor absurdo e incisivo. Es efervescente, ingenioso, intenso; hasta que ya no lo es. Y es que una vez se han puesto todas las cartas sobre la mesa, una vez todos los personajes han confesado sus verdaderos motivos y sus auténticas frustraciones, la obra se deshincha, pierde interés.

Y encima, luego, Bernard Shaw se empeña en ponerse serio. Los personajes que antes habían sido solamente títeres en un sainete ahora se les pretende dar profundidad y la cosa no funciona. Se vuelven melodramáticos y ridículos. Vale, sí, la vida no tiene sentido y es un asco y esas cosas, pero ¿cómo voy a sentir empatía por ellos si se han pasado media función haciendo el payaso? Imposible. Imposible simpatizar con unas caricaturas. Pero el problema no se termina ahí, el problema es que encima Bernard Shaw intenta convertir la casa de campo de su obra en una metáfora de la Inglaterra de la Primera Guerra Mundial, una Inglaterra a la deriva sin personas que puedan tomar las riendas. Y ciertamente se trata de una metáfora muy indigesta.

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