A cualquier hombre que aceptara la invitación a cenar se le asignaba una mujer o una chica. La costumbre era que los solteros sin compromiso aceptaran la invitación a la cena entregando su tarjeta, y luego telefonearan a la anfitriona y le preguntaran si debían llevar pareja a la cena. Todo se concertaba de antemano de manera mucho más sutil de lo que podría imaginarse. Había algunas chicas poco agraciadas a las que había que invitar a muchas fiestas y las anfitrionas daban por sentado que ciertos hombres debían prestarse a acompañarlas durante la cena. Pero todas las anfitrionas daban también por sentado que a un hombre joven, popular y atractivo sólo debían emparejarlo con chicas populares y atractivas. Luego había otro grupo de chicas, al que pertenecía la misma Mill Ammermann, Que acudían al baile acompañadas por una pareja casada que eran amigos suyos o en compañía de un grupo de cuatro o seis. Mill, y las chicas como ella, sabían decir al milímetro cuánto bailarían cada noche y si hubieran bailado un poco más se habrían preguntado qué era lo que iba mal. Normalmente, la respuesta para las chicas como Mill era que algún marido joven se había peleado con su mujer y quería contárselo todo a Mill, que era tan buena amiga. Y tan comprensiva. Y nunca lo malinterpretaba si la achuchabas un poco. A veces, por supuesto, a Mill y las chicas como ella las achuchaban de verdad –alguien que hubiera bebido más de lo normal-. Por cruel que fuera, este sistema tenía algunas ventajas; en primer lugar, cuando una chica cumplía los veinticinco ya sabía perfectamente qué esperar de cada baile al que asistía. Sólo unas pocas chicas del tipo de Mill seguían yendo a un baile con la triste y estúpida esperanza de que aquél sería distinto de los demás. Y había otra regla no escrita ni hablada entre los hombres: si una chica de Gibbsville de éxito dudoso convencía a un hombre de fuera de la ciudad de que la acompañara a un baile del club, los hombres de Gibbsville se aseguraban de que pudiera lucirse todo lo posible. La sacaban a bailar dos veces en lugar de una; con el resultado de que todas, excepto las chicas realmente poco agraciadas, se casaban con hombres de fuera de la ciudad. Por supuesto, una vez casadas, sus días de patitos feos quedaban olvidados y perdonados y esas chicas ocupaban su lugar junto a las más populares. Pero tenían que casarse, no sólo comprometerse, daba igual que el hombre fuera un auténtico canalla, o estúpido, o mal vestido…, cualquier cosa, siempre que no fuera judío. Aunque tampoco es que ninguna chica de Gibbsville del grupo del club de campo de Lantenengo Street se hubiera casado nunca con un judío. No se habría atrevido.
“Cita en Samarra” de John O’Hara (pp.115-116)
(Traducción: Miguel Temprano)
(Traducción: Miguel Temprano)
No hay comentarios:
Publicar un comentario